Fulton Sheen en Español

Presentado porFrancisco Rojas

El arzobispo estadounidense Fulton John Sheen fue uno de los líderes católicos más reconocidos e influyentes del siglo XX. En este podcast les presentamos las enseñanzas del Obispo Sheen en español.

04 – Conmemoración de la Cruz

  • Episodio: 4
  • Serie: Un retiro para todos (A retreat for everyone)
  • Título: Conmemoración de la Cruz (Memorial of the cross)

Resumen

Este es el 4/15 discursos dados por el arzobispo Fulton Sheen durante un retiro para el clero, religiosos y laicos. El título original en inglés es «Memorial of the cross». En este episodio, el obispo Fulton Sheen explica lo que es la misa.

Transcripción

Tenemos rosas en Mayo para poder tener recuerdos en Diciembre. El Día de los Caídos conmemora a los soldados que dieron su vida por su país. Por consiguiente, es adecuado que haya una conmemoración de la vida, muerte y resurrección de nuestro Señor. Sin embargo, no podemos dejar esta conmemoración a merced de la memoria falible de los hombres. Nuestro Señor instruyó la manera precisa en que Él debía ser conmemorado la noche de la Santa Cena. Así como en la noche de la Santa Cena nuestro Señor miró adelante hacia la cruz, de igual manera nosotros, durante la misa, miramos atrás hacia la cruz.

  Para poder conmemorar algo deben cumplirse ciertas condiciones. Pensemos en la misa en términos de un drama. Primero que nada, para tener una gran obra de teatro, esta debe ser concebida en la mente del dramaturgo. Segundo, deben haber personajes, tipos y ensayos. Tercero, debe haber una inauguración. Y cuarto, si la obra es exitosa, se establecen las compañías de teatro ambulantes. De manera que, en esta conmemoración, existe la concepción del drama en la mente de nuestro dramaturgo eterno. Nuestro Señor, es descrito en las sagradas escrituras, desde la creación del mundo, como “asesinado” —es interesante cuantas veces esta frase: «desde la creación del mundo» es utilizada por nuestro Señor. Desde toda la eternidad, Dios no fue interrumpido por la caída; desde toda la eternidad, fue proclamado el sacrificio del Cordero de Dios.

  Después de esa concepción eterna en la mente de Dios, tenemos los ensayos, las figuras del antiguo testamento: tipos y prototipos de sacrificio, el cordero pascual, la serpiente bronce sobre el mástil en el desierto, el chivo expiatorio, y otra docena de ejemplos de los cuales hablaremos en la Hora Santa de esta tarde a las 5 p. m. Y finalmente, todo se cumplió la noche de la inauguración, es decir, en la noche de la Santa Cena, y en la crucificción. Supongamos por un momento, que un drama del apogeo de la civilización griega se presenta solamente una vez, y que este drama cumple la condición que Aristóteles decía que todo gran drama debería tener, es decir: la catarsis. Pero si únicamente se presentara una vez, los espectadores al salir dirían: «¿No es una lástima? Todo el mundo debería ver esta obra, serían mejores personas.» De igual manera sucede con el calvario: es un drama demasiado grandioso para ser presentado una sola vez. Todo el mundo debería verlo. Por consiguiente, la noche de la Santa Cena, nuestro Señor estableció su compañía de teatro: mismo guión, mismo argumento, mismo drama, diferentes actores. Nosotros, los sacerdotes, pertenecemos a esa compañía.

  De manera que la misa es la ubicación en el tiempo y en el espacio del sacrificio eterno de Cristo. Nuestro Señor tuvo su mejor momento durante su muerte y resurrección. Ustedes y yo nacimos para vivir; Él nació para morir; esa era la meta de su vida; esa era la meta que él buscaba alcanzar. La cicuta interrumpió las enseñanzas de Sócrates, pero la muerte no interrumpió el plan de nuestro Señor, y Él desea que su muerte y su resurrección sean prolongadas. Eso es precisamente lo que hacemos durante la misa; y este drama tiene 3 actos: el ofertorio, la consagración y la comunión. Discutiremos cada uno de estos actos mostrando cómo, en cada uno, Cristo es tanto víctima como sacerdote. Él no es principalmente un maestro; Él es principalmente un salvador; ese es el significado de su nombre: «Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados.»

  Primero, el ofertorio. Nosotros ofrecemos pan y vino. Ahora bien, aquí hay algo de sacerdocio y victimización. Primero que nada, hay sacerdocio, existe la ofrenda de algunos productos de la tierra: el pan y el vino. ¿Por qué pan y vino? Pues, primero que nada, porque de todas las sustancias en la naturaleza, estas dos son las que mejor representan unidad. El pan se crea a partir de la multiplicidad de los granos de trigo, el vino a partir de la multiplicidad de uvas. De esta manera, nosotros —que somos muchos— somos uno en Cristo. Segundo, tanto el pan como el vino han sido las sustancias tradicionales que nutren al hombre. Por consiguiente, cuando presentamos pan y vino, nos presentamos a nosotros mismos; pues es como si el pan representase la materia de la tierra, y el vino su sangre. Así que en el ofertorio, bajo la apariencia de pan y vino, nos ofrecemos a nosotros mismos, este es nuestro don sacerdotal. Algunas veces lo simbolizamos ofreciendo pan y vino durante la misa. Es un pequeño símbolo pero nunca me ha impresionado demasiado, porque es alguien más quien prepara el pan y el vino. Sería mucho mejor si trajéremos la colecta, porque con esto al menos nos estaríamos ofreciendo a nosotros mismos, o si trajéremos la colecta junto con el pan y el vino… pero esto no es importante ahora.

  Ahora bien, luego del lado sacerdotal del ofertorio, tenemos el lado victimal, el cual solemos olvidar. Para obtener pan a partir del trigo, el trigo debe ser filtrado y pasado por el calvario del molino. Las uvas deben ser estrujadas por el Getsemaní de la prensa. Estos dos elementos, por consiguiente, representan no solamente la entrega de nosotros mismos a Cristo, sino también nuestra entrega para relacionarnos a su cruz. Son elementos sacrificadores: elementos victimales y elementos sacerdotales. Eso es el ofertorio.

  Ahora, nos encontramos en el altar en la forma de pan y vino. ¿Y qué nos sucede? Primero, en la consagración,    tenemos el lado sacerdotal, el ofrecimiento de nosotros mismos. El ofrecimiento de nosotros mismos con Cristo. Recuerden que la misa es ofrecida al Padre celestial. Es el ofrecimiento de nosotros, junto a Cristo, al Padre Celestial para que nos santifique con su espíritu. Durante la consagración en la misa, somos primordialmente el elemento sacerdotal, especialmente cuando decimos: «Este es mi cuerpo…; esta es mi sangre….» ¿El cuerpo y la sangre de quién? Primero que nada: de Cristo, después: de nosotros. Ahora viene el elemento victimizante de la consagración. Nuestro Señor no está solo aquí, nosotros estamos con Él, y Él nos toma en serio. Si nos ofrecemos a nosotros mismo, moriremos con Él. Así que ofrecemos algo al Padre celestial: su divino Hijo, pero nosotros nos ofrecemos también, ofrecemos a su divino Hijo y a nosotros mismos.

  Después de las palabras de consagración, todo sacerdote y personas presentes en la misa deberían sentir el verdadero significado de las palabras: «Este es mi cuerpo….» No solamente el cuerpo de Cristo, ¡es mí cuerpo también! Yo le ofrezco mi cuerpo; yo le ofrezco mi sangre, ahora el Padre Celestial posee ambos. Este es mi cuerpo, esta es mi sangre. No me importa que las especies de mi vida permanezcan igual, estas son meramente accidentes. Pero, sustancialmente, ¿qué soy? Soy divinizado, cambiado, transubstanciado, de manera que ya no me pertenezco a mí mismo sino que le pertenezco a Dios. La consagración es una muerte verdadera. ¿Cómo es recreada la muerte? Pues, ¿cómo murió nuestro Señor en la cruz? Su sangre fue separada de su cuerpo. Al final, a nuestro divino Maestro le quedaban apenas unas pocas gotas de sangre. Cuando el pericardio de su corazón fue perforado por la lanza del soldado, incluso esa sangre fue derramada. De manera que Él murió porque su sangre fue separada de su cuerpo. En la misa se consagran por separado el pan y el vino. Nosotros no decimos: «Esto es mi cuerpo y mi sangre.» Primero decimos: «Este es mi cuerpo»; luego decimos: «Esta es mi sangre.» Esa consagración por separado del pan y del vino es como una espada mística que es hendida, separando así la sangre del cuerpo, de esta manera, recreamos en el altar, sacramental y místicamente, la muerte física de Cristo en la cruz.

  Una de las dificultades más grandes que jugó en contra de la Iglesia durante el tiempo de la reforma, y que incluso hoy día sigue jugando en contra de la Iglesia, es que las Sagradas Escrituras dicen que Cristo sólo puede morir una vez. Pero nosotros creemos en que la misa es un sacrificio, y por consiguiente Él muere otra vez. Ellos dicen que esto es contrario a las Sagradas Escrituras. ¡Pero por supuesto que no lo es! Ciertamente, nuestro Señor, en su naturaleza humana —la cual obtuvo de nuestra Santa Madre— nunca puede volver a morir, pero cuando la misa inicia Él mira, y dice: «Pedro, Pablo, María, Juan: yo no puedo volver a morir en mi naturaleza humana pero denme ustedes su naturaleza humana, y moriré nuevamente en ustedes.» Así es cómo la pasión de Cristo es recreada. Mañana hablaremos más al respecto. Este es el momento culminante de nosotros como sacerdotes. Suele decirse que los enamorados siempre ven a su amado a través de lentes de color rosa, pues de igual manera, cada vez que el sacerdote sostiene en alto la hostia y el cáliz, estos son como lentes de color rosa porque el Padre celestial nos ve a nosotros a través de su Hijo. Este es el momento en que somos verdaderamente hermosos; este es el momento de la aceptación divina; y esto es cierto para todos y cada uno de nosotros, en cuanto el Padre nos ve a través de su divino Hijo durante la consagración. Si me he dado a entender hasta este momento, en el ofertorio nos ofrecemos a nosotros mismos pero lo que ofrecemos es algo que debe pasar por algún tipo de dolor. Durante la consagración, ofrecemos un sacrificio al Padre celestial pero también nos ofrecemos a nosotros mismos, y por lo tanto somos víctimas. Esto es algo que se les debería explicar mucho mejor a ustedes para que entiendan que su participación en la misa no es como si asistieran a un teatro: ¡todos estamos involucrados en la misa!.

  Tercero, llegamos a la sagrada comunión. Si la misa finalizara aquí, sería como una clase de totalitarismo, porque nos ofrecemos a Cristo y morimos con Cristo, ¡eso sería pura victimización! Eso es lo que sucede en países dictatoriales: donde el individuo se entrega al estado, es consumido por el estado y nunca es capaz de recuperarse a sí mismo. Ahora, ¿cómo nos recuperamos a nosotros mismos? Pues bien, dado que nosotros nos entregamos a la mismísima divinidad —y nunca podemos errar haciéndolo— en el momento de la comunión somos nutridos por el cuerpo y la sangre de Cristo. Cristo nos dice: «Dame tu tiempo, y te daré mi eternidad; dame tu humanidad, y te daré mi divinidad; dame tu nada, y te daré mi todo.»

 Cuando estudiamos biología aprendemos que en la naturaleza existen dos procesos esenciales para la vida: el anabolismo y el catabolismo. Por ejemplo, si la luz solar, la humedad, la tierra, los carbonatos y los fosfatos pudiesen hablar, le dirían a las plantas: «A menos que me comas, no tendrás vida en tí.» Si las plantas pudiesen hablar, le dirían a los animales: «A menos que me comas, no tendrás vida en tí.» Y si los químicos, las plantas y los animales pudiesen hablar, nos dirían a nosotros: «A menos que me comas, no tendrás vida en tí.» De igual forma, Cristo nos dice: «…si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.» Nuestro Señor transforma lo más bajo a lo más alto, transforma: químicos en plantas, plantas en animales, animales en el hombre y el hombre en Cristo. Y esta comunión es lo más sublime del amor humano. Lo que la unión del hombre y la mujer es en matrimonio, es la unión de Cristo y el alma en la santa eucaristía. Para los sacerdotes, Santo Tomás de Aquino lo describe de esta forma: «sicut aliqua duo copulans.» ¡Ya ven!, nosotros nos comunicamos entre nosotros en latín, de esta manera nos transmitimos secretos. Cuando los rusos invadieron Polonia, se le solicitó a un sacerdote celebrar la misa, y demoró una hora leyendo una epístola. En realidad, estaba instruyendo a los sacerdotes sobre qué hacer.

  Ese es el sentido anabólico de la eucaristía. Ahora, el sentido más abandonado y olvidado de la eucaristía: el catabólico. Este es el sentido victimizante de la eucaristía, o mejor dicho, de nuestra naturaleza. Ahora son las plantas las que podrían decirle a la humedad y a los químicos de la tierra: «¡Tú eres inerte! ¡Mera materia! ¿Quieres vivir en mí, y ser un ser viviente? Pues bien, no puedes vivir en mí y permanecer tal cual eres. Debes ser transformado, transubstanciado.» De igual manera, los animales podrían decirle a las plantas: «¿Quieres vivir en mí como un ser sensible? Yo me puedo mover de la luz a la sombra, ¡tú no!, pero no puedes vivir en mí y permanecer tal cual eres, debes ser arrancada de raíz, y ser masticada por las mandíbulas de la muerte, solo entonces podrás vivir en un reino mayor.» ¿Y si los animales desean vivir en nuestro reino, y ser parte de un ser inteligente y con voluntad propia? Deben someterse al filo del cuchillo; deben derramar su sangre. Cristo nos dice a nosotros: «A menos que mueran, no pueden vivir en mi reino.» Con demasiada frecuencia en nuestra formación eucarística, hablamos únicamente del sentido anabólico: recibir la divinidad. ¡Presten atención! Si lo único que hiciéramos cuando recibimos la sagrada eucaristía, fuera acercarnos a los reclinatorios para recibir el pan de vida y el vino de vida, sin ofrecer a cambio trigo para moler ni uvas para estrujar, si eso fuera todo lo que hiciéramos, ¡seríamos parásitos en el cuerpo místico de Cristo! ¿Cómo crecería la Iglesia? ¿Cómo se fortalecería la Iglesia si no es mediante una mayor incorporación en los sufrimientos de Cristo? ¡La sagrada comunión nos incorpora en la muerte de Cristo!

San Juan nos habla sobre la vida. San Pablo nos habla sobre la muerte: «Pues cada vez que comáis este pan y bebáis de este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga.» De manera que la eucaristía es una incorporación en la vida  y muerte de Cristo.

Ahora unos consejos prácticos. ¿Cuántos de ustedes asisten a misa a diario? Algunos de ustedes no pueden debido a sus deberes. Sin embargo, algunos de ustedes podrían hacerlo aunque requeriría cierto sacrificio. ¡Por supuesto! ¿Qué creen ustedes que es la misa si no un sacrificio? ¡Esa es la razón por la que asisten!

  Cuando yo instruyo a un protestante, me dice: «Yo creo que si los católicos realmente entendieran la misa, irían de rodillas a la iglesia todas las mañanas.»

  Una vez visité una iglesia en África, y alguien me dijo que había una leprosa que quería recibir la comunión después de misa. Sus brazos estaban carcomidos hasta los codos, y sus piernas hasta las rodillas debido a la lepra. Le dí la sagrada comunión, y le pregunté: —¿Dónde vive? Ella me respondió: —En una pequeña choza que está alrededor de 4 km de aquí. Entonces le dije: mañana por la mañana buscaré una bicicleta e iré a su casa. Por cierto, ¿cómo llegó aquí esta mañana? Ella dijo: —Me arrastré con mis codos y mis rodillas. A la mañana siguiente regresó. Le dije: —Creí haberle dicho que no viniera, que yo la visitaría. —Es que no quería molestarlo padre. Ahora bien, ¿cómo es posible que nosotros, los sacerdotes, sin ninguna razón de gravedad, no celebremos misa a diario? ¡De verdad!, piensen en el poder que Dios nos ha dado a través de nuestra vocación. Ustedes dirán: «Estamos de vacaciones, en vacaciones no celebramos misa.» Entonces, ¿cuánto aman ustedes realmente? Tan solo piensen en los sufrimientos que muchos deben pasar para poder asistir a misa.

  Una vez le pedí a un sacerdote —quien estuvo prisionero por 6 años en el campo de concentración de Dachau, Alemania— que escribiera sus experiencias, y así lo hizo. Acá tengo conmigo lo que escribió, solo les leeré unas cuantas líneas para mostrarles lo que la misa significa para aquellos a quienes nuestro Señor llamó a sufrir con Él, como víctimas, en estas prisiones:

  Cuando llegué a Dachau, habían allí alrededor de 1200 sacerdotes. Estimo que hubieran habido alrededor de 4000 de no ser por los 2600 que ya habían sido asesinados.

  Normalmente los prisioneros se despertaban a las 5 a. m. pero no los sacerdotes, ¿acaso no somos servidores del pueblo? Nosotros debíamos despertar a las 3:30 a. m. para llevar comida a cada bloque. No suena muy complicado pero recuerden debíamos servir a 35 000 prisioneros. Y esto adicionalmente a nuestros deberes regulares. Algunos de nosotros éramos granjeros, otros albañiles, otros carpinteros, otros hacían de caballo halando los arados en los campos, otros transportaban carretas cargadas hasta el tope hacia los trenes a través de las calles de Dachau.

  Los camarotes eran toda una odisea, 3, 4 o 5 de nosotros debíamos usar el mismo catre. Estos camarotes eran de 4 niveles, y el nivel superior estaba a menos de un metro del techo. 420 de nosotros, debíamos dormir en un dormitorio de 66 metros cuadrados. Con tal de tener un poco más de espacio en la cama, dormíamos con los pies de otro en nuestra cara. Un lugar tan atestado y sin instalaciones sanitarias aumentaba el riesgo de contraer enfermedades, pero para nuestro crédito, nos manteníamos limpios y saludables, tan es así que los doctores nos utilizaban como ratas de laboratorio para sus experimentos. 

  El refinamiento de la brutalidad que los sacerdotes sufrían era esperar formados en fila día y noche cuando alguien no se presentaba. En ocasiones les tomaba a los guardias hasta 38 horas para convencerse que la persona ausente se encontraba en el hospital o había sido incinerada. Mientras tanto, debíamos permanecer de pié en la intemperie día y noche, bajo el sol y bajo la lluvia, en el frío congelante y el calor infernal. En una ocasión 50 de nosotros murieron congelados y 250 fueron hospitalizados.

  Más adelante continúa describiendo otros tormentos indescriptibles. Y al final, cuenta la historia de cómo lograron tener éxito en celebrar la misa. Él cuenta cómo algunos de los sacerdotes que eran utilizados como caballos para halar carretas hacia los trenes, conspiraban para hacer que una rueda se soltara cuando pasaban frente a la rectoría de Dachau. De manera que el pastor de Dachau salía a ver qué había sucedido, entonces algunos sacerdotes le susurraban algo en latín, y una semana después volvían a romper la carreta en el mismo lugar, y el sacerdote les contrabandeaba algunas hostias y un poco de vino.

  Se nos prohibía orar juntos, así que debíamos actuar con la mayor precaución durante la celebración de la misa. Luego del turno de la noche y la revisión de camas postrábamos algunos guardias a vigilar, oscurecíamos las ventanas, y el afortunado de entre nosotros en celebrar la misa limpiaba minuciosamente su patético uniforme de prisión, se ponía una estola sobre sus hombros, y bajo la tímida luz de una candela de contrabando, iniciaba la  celebración de esa otra gran pasión, de la cual, la nuestra, no era más que una continuación física.

  El día que sacerdotes eran asesinados e incinerados, algunos de nosotros iban a los hornos, y tomaban un poco de sus huesos, y los ponían en un recipiente de vidrio, estas eran las reliquias de los santos. Y todos los que podían se aglomeraban en la habitación, lágrimas de alegría bajaban por nuestras mejillas. Cristo, el Señor, quien sabía lo que era el sufrimiento, venía a sufrir con nosotros, a traernos fortaleza y consuelo.

  Las pequeñas hostias eran partidas en tantas partículas como era posible, de manera que tantos como fuera posible pudieran comulgar. Los sacerdotes jóvenes memorizaban los nombres de quienes ya habían comulgado para que al fin del mes todos hubiesen recibido la sagrada comunión.

  Pienso que Dios miraba esa prisión nuestra, y encontraba una respuesta agradable a su grito de amor en la cruz: «Tengo sed.»

  Así que ustedes que son gente buena, propóngase asistir a misa a diario, si les es posible. Y ustedes sacerdotes, celebren la misa todos los días, entendiendo que nosotros somos víctimas y sacerdotes.

  Hay una ley en el universo que dice: «Vivimos de lo que matamos.» Todo lo que comemos debió haber sido matado primero. Nosotros vemos a Cristo en la cruz, y ninguno de nosotros puede postrar su mano en el cuerpo de Cristo, y decir: «Soy inocente de este hombre.» Y Él, en su infinita misericordia, se nos entrega como alimento de vida, a pesar de ser culpables de su muerte, y de esta manera vivimos de lo que hemos matado. Esta es la mayor misericordia de Dios. Y nuestra mayor esperanza para el perdón nuestro.

¡Dios los ama!